LA NUEVA ESPAÑA 29-05-06 Entrevistas en la Historia: Walter C. Álvarez, médico norteamericano
Nacido en Estados Unidos en 1884, con raíces en Mallecina (Salas) y padre del Nobel de Física Luis W. Álvarez, fue uno de los primeros especialistas estadounidenses en rayos X
José Ignacio GRACIA NORIEGA
Los caminos de la vida conducen por sendas muy distintas, de igual manera que los terrestres conducen siempre a Roma, a cambio, claro es, de que se sepa utilizar la brújula con sensatez y eficacia. Cuando Eugenio Fernández Martínez, de La Puerta, en la parroquia de Mallecina (Salas), contrajo matrimonio con Carmela Álvarez Álvarez, de Villamondrid (Pravia), poco sabían que emprendían un viaje que había de extenderse hasta las islas del Pacífico Sur y Estocolmo. Carlos Rodríguez relata este largo periplo en «La saga de los Álvarez», publicado por Cajastur.
Una de las etapas de este viaje es el doctor Walter Clement Álvarez, hijo del doctor Luis F. Álvarez, nacido en La Puerta y súbdito norteamericano, y padre de Luis W. Álvarez, premio Nobel de Física en 1969. Es, pues, Walter C. Álvarez el eslabón entre La Puerta y Estocolmo, que pasa por Hawai. Walter C. Álvarez guarda muy buenos recuerdos de Hawai, donde pasó su infancia, por lo que comienzo la entrevista, fiel a la norma de iniciarla por el principio, preguntándole si nació allí.
-No, nací en los Estados Unidos en 1884. En ese año, mi padre, que residía en Los Ángeles, se trasladó a vivir a San Francisco para matricularse como estudiante de Medicina en el Cooper Medical College de la Universidad de Stanford. Mi madre se llamaba Clementine Schutze, era de ascendencia alemana y había contraído matrimonio con mi padre en Minnesota en 1878. Mi segundo nombre, Clement, es en homenaje a ella. Cuando mi padre terminó sus estudios, entró a trabajar en el vapor «SS Australia», que hacía la ruta San Francisco-Honolulú, donde hizo amistad con el presidente del Departamento de Salud, que le proporcionó trabajo como médico del Gobierno del rey Kalakaua. De manera que, en 1887, nos trasladamos a vivir a Hawai, yo con tan sólo 3 años.
-¿Cómo son sus recuerdos de Hawai?
-Muy buenos, aunque el primer lugar en el que nos establecimos, la aldea de Wainanae, en la isla de Oahu, no le gustaba a mi madre, porque era pequeña y calurosa. Vivíamos en una casa construida sobre una antigua charca, y la familia la formábamos mis padres, mi hermano Milton y yo, que era el mayor. Luego nacerían Florence, Harold y Mabel. En cierto modo, vivíamos aislados. Al cabo de poco tiempo, mi padre fue trasladado a Waialua, un lugar más agradable, aunque persistía la sensación de aislamiento. Los blancos más próximos eran unos plantadores de azúcar, los Halstead, que se encontraban a unas dos millas. Había otro inglés apellidado Johnston, que vivía con una nativa y a quien mataron una noche en su casa, y un galés que aseguraba no haber abandonado su granja un solo día de su vida. Allí vivimos ocho años. Posteriormente, nos trasladamos a Honolulú, ya en otras condiciones. Me acuerdo, por cierto, de la primera vez que estuve en Honolulú. Fue para hacerle una visita al oculista, porque veía muy mal. Allí me compraron mis primeras gafas.
-Y allí nacería su interés hacia la medicina, supongo
-Sí, de ver trabajar a mi padre. Le vi operar por primera vez, sobre la mesa de la cocina, a un nativo que se había cortado una mano, cuando yo tenía 7 años. Otra vez me puso varios puntos para cerrar una herida en la sien. Después, según me iba haciendo mayor, le acompañaba en sus visitas profesionales por la isla. De él obtuve los primeros conocimientos de medicina, teóricos y prácticos. Sobre todo, los prácticos, que son los que valen. En rigor, puedo decir que mi primera formación se la debo a mis padres: mi madre me enseñó a leer y a escribir, y mi padre, todo lo que puede resolver un médico. También me enseñó español. Luego hice los estudios secundarios en Honolulú. Después de graduarme, mi padre me preguntó: «Bien, Walter, dime qué vas a hacer a continuación», y yo le contesté: «Voy a ser médico. Nunca he pensado en otra cosa». Y me envió a San Francisco, para que estudiara Medicina.
-¿Así volvió a California?
-Sí, en 1901. Después de catorce años de ausencia. Mis padres regresaron poco tiempo después, pero al norte de México, a la localidad minera de Cananea, en la frontera con Arizona. Mi padre solía decir que aquello era el viejo Oeste, y tuve la oportunidad de comprobar que no exageraba. Las condiciones de vida eran tan duras como en Hawai, o más. En 1907 decidió establecerse en San Francisco, y yo, que ya había terminado Medicina, me encargué de cubrir su plaza de médico ocupándola por espacio de tres años. Después marché a Harvard para especializarme como fisiólogo en el laboratorio del doctor Cannon. Procuré compaginar la medicina práctica aprendida en Cananea con la medicina de laboratorio aprendida con Cannon.
-¿Cuál de los dos tipos de medicina prefiere?
-No sabría decirle. Aunque es cierto que hay médicos que sólo se dedican a la investigación, es muy raro que un médico pueda nutrirse sólo de la práctica. De todos los casos necesita una apoyatura teórica. Y a su vez, un médico que conozca sólo la teoría es un médico incompleto. Yo de la parte práctica no puedo quejarme.
-¿Se refiere a la aprendida en Cananea?
-No, mucho antes. Me tocó presenciar el terremoto que asoló San Francisco en 1906, siendo interno del Hospital General.
-¿Qué decide hacer entonces, después de sus años en Cananea y de su paso por Harvard?
-Lo prioritario era salir de la «horrible situación» de Cananea, no regresar a ella. Tuve la suerte de que, en el invierno de 1909, el doctor Emile Schmoll, uno de mis profesores en la Universidad, me ofreciera formar parte de su equipo. Aquello era buena suerte, pues me permitía regresar a lugar civilizado. Bien es verdad que si no fuera por mi paso por el laboratorio y por mis trabajos con rayos X, no hubiera tenido tan buena suerte. Con Schmoll permanecí tres años, en los que aumenté mis conocimientos de diagnóstico de laboratorio y empecé a familiarizarme con el nuevo campo de la medicina llamado dietética. Schmoll fue uno de los primeros médicos que relacionaron la reducción de peso con una dieta baja en calorías.
-¿Usted cree que ese método es eficaz?
-Desde luego.
-Estoy de acuerdo con usted. Yo adelgacé cuarenta kilos en medio año solo con una dieta baja en calorías y haciendo el mismo tipo de vida sedentaria que hice siempre.
-¿Ve usted? Muchas personas creen que se adelgaza sólo haciendo ejercicio, pero no es así. Quemar calorías exige tener calorías previamente; lo ideal es tener pocas, y eso se consigue con la alimentación adecuada. Yo no creo en los milagros médicos, ni en las «dietas mágicas», de la misma manera que me molestan los colegas que abusan de la pedantería de utilizar palabras técnicas sin que vengan a cuento. Esto me recuerda al doctor Tomiseus, que fue expulsado de la Universidad de Leipzig por dictar sus clases en alemán en lugar de hacerlo en latín. Yo pienso que Tomiseus señalaba el camino adecuado con su empleo de la lengua vulgar. Los médicos que acuden a un lenguaje enrevesado es como si siguieran hablando en latín.
-Por lo que advierto, a usted le interesan las cuestiones de lenguaje.
-Sí, mucho. Durante mi vida de adulto he dedicado parte de mi tiempo a escribir, y procuro hacerlo de la manera más clara y eficaz que me es posible. Para ello, escribo con frases cortas. No sólo he escrito sobre asuntos profesionales, sino, además, una autobiografía. Y cuando al escribir se me plantea alguna dificultad, me consuelo recordando a Robert Louis Stevenson, que dijo poco antes de morir que escribir era para él tan difícil entonces como cuando comenzaba su carrera de escribir.
-Se le considera a usted uno de los primeros especialistas en rayos X de los Estados Unidos.
-Empecé a interesarme por ellos con el doctor Cannon, quien fue el primer médico que los utilizó en EE UU, en 1896. En 1912 me interesé muchísimo por la noticia, llegada desde Europa, de la existencia de un moderno roentgenoscopio en el que se podían observar el estómago y los intestinos: lo que me impulsó a marchar a Viena para estudiar con el doctor Holzknecht, y a la vuelta traje conmigo un roentgenoscopio que me permitió investigar a fondo sobre el tracto digestivo.
-Es raro que no se haya dedicado a la enseñanza.
-Recibí ofertas de diversas universidades, pero no las acepté porque me habrían quitado tiempo para investigar. Preferí continuar como especialista en medicina interna. Como tal, pude formar parte del equipo de la famosa Clínica Mayo, en la que estuve veinticinco años, que constituyen el período de mi vida más productivo. Como se trataba de un trabajo bien remunerado, me permitió realizar un largo viaje por la vieja Europa, donde están mis raíces. En España recibí dos hondas satisfacciones: la Real Academia de Medicina de Madrid me nombró académico, y visité el concejo de Salas, en Asturias. No puedo expresarle cuánto me emocionaron ambas cosas.
José Ignacio GRACIA NORIEGA
Los caminos de la vida conducen por sendas muy distintas, de igual manera que los terrestres conducen siempre a Roma, a cambio, claro es, de que se sepa utilizar la brújula con sensatez y eficacia. Cuando Eugenio Fernández Martínez, de La Puerta, en la parroquia de Mallecina (Salas), contrajo matrimonio con Carmela Álvarez Álvarez, de Villamondrid (Pravia), poco sabían que emprendían un viaje que había de extenderse hasta las islas del Pacífico Sur y Estocolmo. Carlos Rodríguez relata este largo periplo en «La saga de los Álvarez», publicado por Cajastur.
Una de las etapas de este viaje es el doctor Walter Clement Álvarez, hijo del doctor Luis F. Álvarez, nacido en La Puerta y súbdito norteamericano, y padre de Luis W. Álvarez, premio Nobel de Física en 1969. Es, pues, Walter C. Álvarez el eslabón entre La Puerta y Estocolmo, que pasa por Hawai. Walter C. Álvarez guarda muy buenos recuerdos de Hawai, donde pasó su infancia, por lo que comienzo la entrevista, fiel a la norma de iniciarla por el principio, preguntándole si nació allí.
-No, nací en los Estados Unidos en 1884. En ese año, mi padre, que residía en Los Ángeles, se trasladó a vivir a San Francisco para matricularse como estudiante de Medicina en el Cooper Medical College de la Universidad de Stanford. Mi madre se llamaba Clementine Schutze, era de ascendencia alemana y había contraído matrimonio con mi padre en Minnesota en 1878. Mi segundo nombre, Clement, es en homenaje a ella. Cuando mi padre terminó sus estudios, entró a trabajar en el vapor «SS Australia», que hacía la ruta San Francisco-Honolulú, donde hizo amistad con el presidente del Departamento de Salud, que le proporcionó trabajo como médico del Gobierno del rey Kalakaua. De manera que, en 1887, nos trasladamos a vivir a Hawai, yo con tan sólo 3 años.
-¿Cómo son sus recuerdos de Hawai?
-Muy buenos, aunque el primer lugar en el que nos establecimos, la aldea de Wainanae, en la isla de Oahu, no le gustaba a mi madre, porque era pequeña y calurosa. Vivíamos en una casa construida sobre una antigua charca, y la familia la formábamos mis padres, mi hermano Milton y yo, que era el mayor. Luego nacerían Florence, Harold y Mabel. En cierto modo, vivíamos aislados. Al cabo de poco tiempo, mi padre fue trasladado a Waialua, un lugar más agradable, aunque persistía la sensación de aislamiento. Los blancos más próximos eran unos plantadores de azúcar, los Halstead, que se encontraban a unas dos millas. Había otro inglés apellidado Johnston, que vivía con una nativa y a quien mataron una noche en su casa, y un galés que aseguraba no haber abandonado su granja un solo día de su vida. Allí vivimos ocho años. Posteriormente, nos trasladamos a Honolulú, ya en otras condiciones. Me acuerdo, por cierto, de la primera vez que estuve en Honolulú. Fue para hacerle una visita al oculista, porque veía muy mal. Allí me compraron mis primeras gafas.
-Y allí nacería su interés hacia la medicina, supongo
-Sí, de ver trabajar a mi padre. Le vi operar por primera vez, sobre la mesa de la cocina, a un nativo que se había cortado una mano, cuando yo tenía 7 años. Otra vez me puso varios puntos para cerrar una herida en la sien. Después, según me iba haciendo mayor, le acompañaba en sus visitas profesionales por la isla. De él obtuve los primeros conocimientos de medicina, teóricos y prácticos. Sobre todo, los prácticos, que son los que valen. En rigor, puedo decir que mi primera formación se la debo a mis padres: mi madre me enseñó a leer y a escribir, y mi padre, todo lo que puede resolver un médico. También me enseñó español. Luego hice los estudios secundarios en Honolulú. Después de graduarme, mi padre me preguntó: «Bien, Walter, dime qué vas a hacer a continuación», y yo le contesté: «Voy a ser médico. Nunca he pensado en otra cosa». Y me envió a San Francisco, para que estudiara Medicina.
-¿Así volvió a California?
-Sí, en 1901. Después de catorce años de ausencia. Mis padres regresaron poco tiempo después, pero al norte de México, a la localidad minera de Cananea, en la frontera con Arizona. Mi padre solía decir que aquello era el viejo Oeste, y tuve la oportunidad de comprobar que no exageraba. Las condiciones de vida eran tan duras como en Hawai, o más. En 1907 decidió establecerse en San Francisco, y yo, que ya había terminado Medicina, me encargué de cubrir su plaza de médico ocupándola por espacio de tres años. Después marché a Harvard para especializarme como fisiólogo en el laboratorio del doctor Cannon. Procuré compaginar la medicina práctica aprendida en Cananea con la medicina de laboratorio aprendida con Cannon.
-¿Cuál de los dos tipos de medicina prefiere?
-No sabría decirle. Aunque es cierto que hay médicos que sólo se dedican a la investigación, es muy raro que un médico pueda nutrirse sólo de la práctica. De todos los casos necesita una apoyatura teórica. Y a su vez, un médico que conozca sólo la teoría es un médico incompleto. Yo de la parte práctica no puedo quejarme.
-¿Se refiere a la aprendida en Cananea?
-No, mucho antes. Me tocó presenciar el terremoto que asoló San Francisco en 1906, siendo interno del Hospital General.
-¿Qué decide hacer entonces, después de sus años en Cananea y de su paso por Harvard?
-Lo prioritario era salir de la «horrible situación» de Cananea, no regresar a ella. Tuve la suerte de que, en el invierno de 1909, el doctor Emile Schmoll, uno de mis profesores en la Universidad, me ofreciera formar parte de su equipo. Aquello era buena suerte, pues me permitía regresar a lugar civilizado. Bien es verdad que si no fuera por mi paso por el laboratorio y por mis trabajos con rayos X, no hubiera tenido tan buena suerte. Con Schmoll permanecí tres años, en los que aumenté mis conocimientos de diagnóstico de laboratorio y empecé a familiarizarme con el nuevo campo de la medicina llamado dietética. Schmoll fue uno de los primeros médicos que relacionaron la reducción de peso con una dieta baja en calorías.
-¿Usted cree que ese método es eficaz?
-Desde luego.
-Estoy de acuerdo con usted. Yo adelgacé cuarenta kilos en medio año solo con una dieta baja en calorías y haciendo el mismo tipo de vida sedentaria que hice siempre.
-¿Ve usted? Muchas personas creen que se adelgaza sólo haciendo ejercicio, pero no es así. Quemar calorías exige tener calorías previamente; lo ideal es tener pocas, y eso se consigue con la alimentación adecuada. Yo no creo en los milagros médicos, ni en las «dietas mágicas», de la misma manera que me molestan los colegas que abusan de la pedantería de utilizar palabras técnicas sin que vengan a cuento. Esto me recuerda al doctor Tomiseus, que fue expulsado de la Universidad de Leipzig por dictar sus clases en alemán en lugar de hacerlo en latín. Yo pienso que Tomiseus señalaba el camino adecuado con su empleo de la lengua vulgar. Los médicos que acuden a un lenguaje enrevesado es como si siguieran hablando en latín.
-Por lo que advierto, a usted le interesan las cuestiones de lenguaje.
-Sí, mucho. Durante mi vida de adulto he dedicado parte de mi tiempo a escribir, y procuro hacerlo de la manera más clara y eficaz que me es posible. Para ello, escribo con frases cortas. No sólo he escrito sobre asuntos profesionales, sino, además, una autobiografía. Y cuando al escribir se me plantea alguna dificultad, me consuelo recordando a Robert Louis Stevenson, que dijo poco antes de morir que escribir era para él tan difícil entonces como cuando comenzaba su carrera de escribir.
-Se le considera a usted uno de los primeros especialistas en rayos X de los Estados Unidos.
-Empecé a interesarme por ellos con el doctor Cannon, quien fue el primer médico que los utilizó en EE UU, en 1896. En 1912 me interesé muchísimo por la noticia, llegada desde Europa, de la existencia de un moderno roentgenoscopio en el que se podían observar el estómago y los intestinos: lo que me impulsó a marchar a Viena para estudiar con el doctor Holzknecht, y a la vuelta traje conmigo un roentgenoscopio que me permitió investigar a fondo sobre el tracto digestivo.
-Es raro que no se haya dedicado a la enseñanza.
-Recibí ofertas de diversas universidades, pero no las acepté porque me habrían quitado tiempo para investigar. Preferí continuar como especialista en medicina interna. Como tal, pude formar parte del equipo de la famosa Clínica Mayo, en la que estuve veinticinco años, que constituyen el período de mi vida más productivo. Como se trataba de un trabajo bien remunerado, me permitió realizar un largo viaje por la vieja Europa, donde están mis raíces. En España recibí dos hondas satisfacciones: la Real Academia de Medicina de Madrid me nombró académico, y visité el concejo de Salas, en Asturias. No puedo expresarle cuánto me emocionaron ambas cosas.
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