EL PAÍS 29-10-2006 Urbanismo y política
EDITORIAL
La reiterada aparición de graves episodios de corrupción urbanística debería despertar cualquier sentimiento excepto el de sorpresa, toda vez que hace más de una década se ha ido instalando en España una situación en la que coexisten un acuciante problema de acceso a la vivienda y una desenfrenada construcción de nuevas residencias. A medida que se multiplicaban los alojamientos vacíos, crecía el número de ciudadanos con dificultades para disponer de techo propio y, además, se disparaban los precios, como si las leyes de la oferta y la demanda hubieran sido derogadas. Lejos de identificar ese anómalo comportamiento con rigor y ponerle remedio, se ha visto, en cambio, como una manifestación del vigor de nuestra economía.
En el origen de este urbanismo que ha venido sirviendo de refugio a la corrupción se encuentra la declaración de la totalidad del suelo como potencialmente urbanizable, una medida adoptada por Rodrigo Rato bajo el influjo de unos prejuicios ideológicos, extendidos en la derecha y en la izquierda, que confunden desregulación con liberalización. La pretensión de incidir por esta vía en los precios de la vivienda se ha revelado ilusoria. Las vastísimas extensiones de terreno a disposición de los ayuntamientos han convertido a éstos en presa preferente de la especulación, puesto que, ateniéndose a la normativa vigente, nada impide que las plusvalías generadas por la recalificación de las fincas rústicas acabe indirectamente en manos privadas. Si trazar una simple línea sobre un mapa catastral, ateniéndose a las estrictas competencias municipales, es capaz de crear súbitas e ingentes fortunas, ¿cómo imaginar que los ayuntamientos podían hacer frente a la presión de los especuladores?
La degradación del sector urbanístico no hubiera sido posible, con todo, de no haber concurrido otros factores. La insuficiencia presupuestaria de los municipios ha abierto el camino a la práctica de financiarse a través de las recalificaciones, en muchos casos con la intención de acometer proyectos o mejorar servicios necesarios. Pero se trata de una práctica de alto riesgo, puesto que se ha encontrado también en ella un mecanismo para paliar otras deficiencias, como la que afecta a la financiación de los partidos. En torno a los ayuntamientos se ha ido tejiendo, así, una espesa red de intereses fuera de control, en la que han encontrado cabida desde necesidades mal resueltas del sistema institucional hasta ambiciones personales de cargos públicos, promotores y constructores sin escrúpulos. La espiral ha alcanzado tales proporciones que el sector de la construcción, asentado en buena medida sobre estas bases, se ha convertido en el motor de la economía.
Falta menos de un año para las elecciones municipales y, hasta el momento, los partidos sólo han dado muestras de estar preocupados por cómo la corrupción urbanística puede afectar a sus expectativas. De ahí que el debate se reduzca a contabilizar los casos que afectan a unos y a otros, además de rivalizar en el trato que dispensan a sus respectivos militantes incursos en escándalos y denuncias. Por descontado, la justicia tiene que actuar y, para eso, requiere medios de los que hoy por hoy carece, según ha puesto de manifiesto la fiscalía. Pero más allá de la respuesta judicial, es necesaria una respuesta política. La gravísima situación del urbanismo afecta a elementos tan dispares y esenciales como la destrucción del medio ambiente o la estabilidad del sistema financiero, atrapado por un endeudamiento familiar destinado a sufragar no sólo el valor de la vivienda, sino la espesa red de oscuros intereses tejida en torno a ella. Si las elecciones municipales acabaran planteándose como una competición sobre la moralidad de los partidos y sus militantes, se habría obviado lo fundamental: saber qué se propone para corregir una situación urbanística cuya sombra es cada vez más alarmante.
La reiterada aparición de graves episodios de corrupción urbanística debería despertar cualquier sentimiento excepto el de sorpresa, toda vez que hace más de una década se ha ido instalando en España una situación en la que coexisten un acuciante problema de acceso a la vivienda y una desenfrenada construcción de nuevas residencias. A medida que se multiplicaban los alojamientos vacíos, crecía el número de ciudadanos con dificultades para disponer de techo propio y, además, se disparaban los precios, como si las leyes de la oferta y la demanda hubieran sido derogadas. Lejos de identificar ese anómalo comportamiento con rigor y ponerle remedio, se ha visto, en cambio, como una manifestación del vigor de nuestra economía.
En el origen de este urbanismo que ha venido sirviendo de refugio a la corrupción se encuentra la declaración de la totalidad del suelo como potencialmente urbanizable, una medida adoptada por Rodrigo Rato bajo el influjo de unos prejuicios ideológicos, extendidos en la derecha y en la izquierda, que confunden desregulación con liberalización. La pretensión de incidir por esta vía en los precios de la vivienda se ha revelado ilusoria. Las vastísimas extensiones de terreno a disposición de los ayuntamientos han convertido a éstos en presa preferente de la especulación, puesto que, ateniéndose a la normativa vigente, nada impide que las plusvalías generadas por la recalificación de las fincas rústicas acabe indirectamente en manos privadas. Si trazar una simple línea sobre un mapa catastral, ateniéndose a las estrictas competencias municipales, es capaz de crear súbitas e ingentes fortunas, ¿cómo imaginar que los ayuntamientos podían hacer frente a la presión de los especuladores?
La degradación del sector urbanístico no hubiera sido posible, con todo, de no haber concurrido otros factores. La insuficiencia presupuestaria de los municipios ha abierto el camino a la práctica de financiarse a través de las recalificaciones, en muchos casos con la intención de acometer proyectos o mejorar servicios necesarios. Pero se trata de una práctica de alto riesgo, puesto que se ha encontrado también en ella un mecanismo para paliar otras deficiencias, como la que afecta a la financiación de los partidos. En torno a los ayuntamientos se ha ido tejiendo, así, una espesa red de intereses fuera de control, en la que han encontrado cabida desde necesidades mal resueltas del sistema institucional hasta ambiciones personales de cargos públicos, promotores y constructores sin escrúpulos. La espiral ha alcanzado tales proporciones que el sector de la construcción, asentado en buena medida sobre estas bases, se ha convertido en el motor de la economía.
Falta menos de un año para las elecciones municipales y, hasta el momento, los partidos sólo han dado muestras de estar preocupados por cómo la corrupción urbanística puede afectar a sus expectativas. De ahí que el debate se reduzca a contabilizar los casos que afectan a unos y a otros, además de rivalizar en el trato que dispensan a sus respectivos militantes incursos en escándalos y denuncias. Por descontado, la justicia tiene que actuar y, para eso, requiere medios de los que hoy por hoy carece, según ha puesto de manifiesto la fiscalía. Pero más allá de la respuesta judicial, es necesaria una respuesta política. La gravísima situación del urbanismo afecta a elementos tan dispares y esenciales como la destrucción del medio ambiente o la estabilidad del sistema financiero, atrapado por un endeudamiento familiar destinado a sufragar no sólo el valor de la vivienda, sino la espesa red de oscuros intereses tejida en torno a ella. Si las elecciones municipales acabaran planteándose como una competición sobre la moralidad de los partidos y sus militantes, se habría obviado lo fundamental: saber qué se propone para corregir una situación urbanística cuya sombra es cada vez más alarmante.
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