LA NUEVA ESPAÑA 14-02-06 Tradiciones que se nos mueren
JOSE DE ARANGO
Las pasadas Navidades este viajero volvió a subir a la braña de Culebreo para felicitar a la familia de Segundo y tomar un café en su cocina, contemplando la impresionante vista que se ofrece hacia el Sur, con la vega del río Aranguín al fondo y los bosques con sus árboles amarillos inundando las montañas hacia Brañaivente y Malleza. Y recibo la sorpresa de encontrar la panera de estos vecinos bien repleta de «riestras» de maíz en los corredores orientados hacia el Mediodía para que sequen bien y se aireen mejor. En este caserío se celebra, tradicionalmente, el único «esfoyón» de toda la comarca. Segundo y los suyos invitan a sus amigos y familiares. Y allí acuden los Campomanes de Gallinero y otros ganaderos de las brañas que disfrutan de una casi fiesta «esfoyando» y «enrestrando» el maíz de la «llousa» de Segundo, seguido todo ello de la garulla y de la no menos reconfortante tertulia de confraternización.
Pero ya queda dicho que es el único «esfoyón» -en otros lugares se le llama «esfoyaza»- que se celebra por estos contornos de las brañas de Salas, Cudillero y Valdés. También quedó anotado, en su día, que el único que siembra centeno para utilizar la paja para hacer las «riestras» es precisamente Segundo y su familia. A partir de ahí, apaga, que nos vamos.
Quedan ya lejanos los tiempos en los que la recogida del trigo se hacía de forma comunitaria y se segaba con hoz de mango corto, se metía en los «paxos» y se llevaba al hórreo o al pajar para aguardar que llegase la «mayadora» que solía protagonizar también una jornada comunitaria, todos a una, primero tu trigo y después el mío y así hasta terminar, ayudándose todos los vecinos de principio a fin. La recogida de las patatas, igual. Y el maíz, como había mucho y no podía esperar, cada cual segaba el suyo y lo ponía a buen recaudo organizándose después los turnos para «esfoyar» y «enrestrar» un día en cada casa o todo lo más el de un par de vecinos cada noche. Algunas «esfoyazas» acababan en baile, tras la garulla. Había tal torrente de juventud que se podía con todo. Actualmente los hórreos y paneras están con sus corredores y colondras bien a la vista, tal vez algunos con cuatro «fabas» metidas entre los balaustres. Regresando de la braña el viajero se acerca hasta Malleza para felicitar también a una empresaria joven, Ester Miranda, que se bate el cobre con sus hermanos y primos en una empresa chacinera familiar que iniciaron sus padres y tíos, y mirando por la ventana del despacho hacia la hermosa iglesia del pueblo, colindante con la fábrica, me confesaba que ella sólo tenía una ilusión en cuanto a tradiciones: que se recupere la «foguera» de San Juan en la explanada del templo donde de niña pasó horas muy felices con sus vecinas y amigas. Y es que resulta incluso sorprendente tener que reconocer que hasta algo tan ancestral como el fuego de la noche sanjuanera se esté perdiendo. No hace tantas décadas, además de la hoguera comunitaria, se hacía una delante de los establos y se abrían las puertas de éstos porque existía la certeza de que el humo de San Juan preservaba a los animales de toda clase de enfermedades y desgracias. También están ya desapareciendo las trastadas que hacía la juventud colocando «espantuyos» en las tierras de maíz que aún no habían sido salladas -escardadas para quitar las malas hierbas antes de San Juan- tildando así al propietario de ser un abandonado. Se atravesaban portillas en los caminos y hasta algún carro del país aparecía colgado, a la mañana siguiente, de un roble centenario.
Algo hemos de hacer para que Ester Miranda y otras muchas Esteres que siguen con tristeza la decadencia de las viejas costumbres puedan disfrutar en el pueblo donde han nacido -y donde muchas de ellas trabajan o viven el fin de semana- de una «foguera» de San Juan, de un «esfoyón», de un «amagüestu», de una jornada de recogida de hierba en «facinas» o simplemente de ir de merienda con unas viandas a la orilla de un río para sentarse en el santo suelo a disfrutar de la convivencia entre los nuestros. Si alguien ha dicho en alguna parte que nuestras tradiciones y nuestras costumbres forman parte del acervo cultural de nuestro pueblo asturiano, sería muy adecuado aunar esfuerzos entre toda clase de organismos, entidades, concejalías de cultura y vecindarios unidos en asociaciones para que lo poco que nos queda no se nos vaya de las manos y si es posible recuperar algo de lo que parece ya perdido. Si ponemos coraje, decisión y trabajo comunitario, aún hay muchas cosas que salvar. Y es una deuda que tenemos con nosotros mismos; pero sobre todo con las nuevas generaciones que ya no saben, o no atinan, o no quieren ni hacer una «foguera» de San Juan y saltar sobre ella cuando van quedando las ascuas.
Las pasadas Navidades este viajero volvió a subir a la braña de Culebreo para felicitar a la familia de Segundo y tomar un café en su cocina, contemplando la impresionante vista que se ofrece hacia el Sur, con la vega del río Aranguín al fondo y los bosques con sus árboles amarillos inundando las montañas hacia Brañaivente y Malleza. Y recibo la sorpresa de encontrar la panera de estos vecinos bien repleta de «riestras» de maíz en los corredores orientados hacia el Mediodía para que sequen bien y se aireen mejor. En este caserío se celebra, tradicionalmente, el único «esfoyón» de toda la comarca. Segundo y los suyos invitan a sus amigos y familiares. Y allí acuden los Campomanes de Gallinero y otros ganaderos de las brañas que disfrutan de una casi fiesta «esfoyando» y «enrestrando» el maíz de la «llousa» de Segundo, seguido todo ello de la garulla y de la no menos reconfortante tertulia de confraternización.
Pero ya queda dicho que es el único «esfoyón» -en otros lugares se le llama «esfoyaza»- que se celebra por estos contornos de las brañas de Salas, Cudillero y Valdés. También quedó anotado, en su día, que el único que siembra centeno para utilizar la paja para hacer las «riestras» es precisamente Segundo y su familia. A partir de ahí, apaga, que nos vamos.
Quedan ya lejanos los tiempos en los que la recogida del trigo se hacía de forma comunitaria y se segaba con hoz de mango corto, se metía en los «paxos» y se llevaba al hórreo o al pajar para aguardar que llegase la «mayadora» que solía protagonizar también una jornada comunitaria, todos a una, primero tu trigo y después el mío y así hasta terminar, ayudándose todos los vecinos de principio a fin. La recogida de las patatas, igual. Y el maíz, como había mucho y no podía esperar, cada cual segaba el suyo y lo ponía a buen recaudo organizándose después los turnos para «esfoyar» y «enrestrar» un día en cada casa o todo lo más el de un par de vecinos cada noche. Algunas «esfoyazas» acababan en baile, tras la garulla. Había tal torrente de juventud que se podía con todo. Actualmente los hórreos y paneras están con sus corredores y colondras bien a la vista, tal vez algunos con cuatro «fabas» metidas entre los balaustres. Regresando de la braña el viajero se acerca hasta Malleza para felicitar también a una empresaria joven, Ester Miranda, que se bate el cobre con sus hermanos y primos en una empresa chacinera familiar que iniciaron sus padres y tíos, y mirando por la ventana del despacho hacia la hermosa iglesia del pueblo, colindante con la fábrica, me confesaba que ella sólo tenía una ilusión en cuanto a tradiciones: que se recupere la «foguera» de San Juan en la explanada del templo donde de niña pasó horas muy felices con sus vecinas y amigas. Y es que resulta incluso sorprendente tener que reconocer que hasta algo tan ancestral como el fuego de la noche sanjuanera se esté perdiendo. No hace tantas décadas, además de la hoguera comunitaria, se hacía una delante de los establos y se abrían las puertas de éstos porque existía la certeza de que el humo de San Juan preservaba a los animales de toda clase de enfermedades y desgracias. También están ya desapareciendo las trastadas que hacía la juventud colocando «espantuyos» en las tierras de maíz que aún no habían sido salladas -escardadas para quitar las malas hierbas antes de San Juan- tildando así al propietario de ser un abandonado. Se atravesaban portillas en los caminos y hasta algún carro del país aparecía colgado, a la mañana siguiente, de un roble centenario.
Algo hemos de hacer para que Ester Miranda y otras muchas Esteres que siguen con tristeza la decadencia de las viejas costumbres puedan disfrutar en el pueblo donde han nacido -y donde muchas de ellas trabajan o viven el fin de semana- de una «foguera» de San Juan, de un «esfoyón», de un «amagüestu», de una jornada de recogida de hierba en «facinas» o simplemente de ir de merienda con unas viandas a la orilla de un río para sentarse en el santo suelo a disfrutar de la convivencia entre los nuestros. Si alguien ha dicho en alguna parte que nuestras tradiciones y nuestras costumbres forman parte del acervo cultural de nuestro pueblo asturiano, sería muy adecuado aunar esfuerzos entre toda clase de organismos, entidades, concejalías de cultura y vecindarios unidos en asociaciones para que lo poco que nos queda no se nos vaya de las manos y si es posible recuperar algo de lo que parece ya perdido. Si ponemos coraje, decisión y trabajo comunitario, aún hay muchas cosas que salvar. Y es una deuda que tenemos con nosotros mismos; pero sobre todo con las nuevas generaciones que ya no saben, o no atinan, o no quieren ni hacer una «foguera» de San Juan y saltar sobre ella cuando van quedando las ascuas.
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