05 mayo, 2006

LA NUEVA ESPAÑA 05-05-06 Salas en mi memoria

Se dice que quien no sabe de dónde viene difícilmente sabe hacia dónde va, las vivencias de nuestro pasado forman parte del mosaico de nuestras vidas. Hubo en Salas una serie de personajes irrepetibles que de alguna manera dejaron una seña de identidad y un grato recuerdo en quienes les conocimos.
En mi infancia, fuimos muchos los niños que compartimos la alegría de disfrutar de los regalos del día de Reyes en la plaza de la iglesia junto a Mariano el tonto; este calificativo no tenía un sentido despectivo, sino todo lo contrario, querido y apreciado por su ingenuidad e infantilismo. Era Mariano esbelto como un eucalipto y, como tal, su cuerpo se cimbreaba al andar, excesivamente delgado; apenas articulaba algunos monosílabos, su retraso mental era evidente, pero siempre esmaltado por una candorosa bondad. Su edad era indefinible, tal vez rondaría los 40 años; los niños le dábamos caramelos, lo que le producía una sonrisa de agradecimiento. Mariano era un hombre grande siempre niño. Todos los años, el día de Reyes, se repetía la misma escena, salía feliz a la plaza a pasear, atando con una cuerda un camión de madera que sus padres le habían comprado en una ocasión y sólo le dejaban disfrutar unos días, guardándoselo para volver a sacarlo el próximo año. Eran Reyes eternos y tiempos de más escasez económica.
Y, hablando de infantilismo, por aquel entonces, años cincuenta y tantos, también era popular en Salas Pe el de Encarna, borrachín habitual cuya máxima felicidad era tomar unos vasinos de vino en el cuarto del Petiso. Pe (supongo que sería diminutivo de Pedro) tenía aspecto de chino mandarín, pequeño, enjuto, con perilla escasa y achivada, ojos oblicuos, tez acartonada y amarillenta; siempre iba cubierto por su boina negra, ya parda por su vetustez. Articulaba escasas palabras no sin cierta dificultad y peor dicción. A veces, disfrutaba tratando de asustar a los que éramos niños emitiendo unos sonidos parecidos a los de los estorninos. Eran un tipo feliz. Su padre le había prometido que a su muerte le dejaría heredero de un reloj de pared que tenían en la casa. Al enfermar su progenitor, Pe todos los días preguntaba a su hermana: «¿Morrió pá?». «No», le contestaba. Ante tanta negativa, un día respondió: «Si no morre pá, adiós leló de paré».
Alfredito el de Poles fue otro tipo original. De muy baja estatura y una voluminosa cabeza, era resabio y muy redicho en sus expresiones; correcto y respetuoso siempre, aunque analfabeto, estaba dotado de una inteligencia natural. Los martes bajaba a Salas al mercado y tenía por costumbre acudir al café de mis abuelos; allí se disponía a «leer» LA NUEVA ESPAÑA, que se encontraba por encima de las antiguas mesas de mármol. Un cliente habitual le dijo: «Alfredito, estás leyendo el periódico al revés», a lo que contestó con pasmosa agilidad: «Ahí está la ciencia, al derecho lo lee todo el mundo». Genial.
Juanín el de la Chica, persona educada y cortés, había vivido varios años en Madrid y la «capitalidad» se hacía notar. Procuraba autoinvitarse a cualquier evento donde hubiese comida; su mujer le reprochaba esa costumbre alegando perjuicios para su salud. «Juan, no olvides que de grandes cenas están las sepulturas llenas», a lo que le respondió: «¡Ay, Rosina, no contaste los que murieron de fame!».
Quién no recuerda a don Andrés, el médico, siempre dispuesto a atender presto trasladándose por las aldeas a lomos de un caballo en aquellas frías noches invernales; ayudó a traer al mundo a gran parte de los niños del concejo. Fue un médico de vocación.
También a don Paco, el boticario, muchas generaciones estamos marcadas en la piel por las vacunas contra la viruela que nos aplicaba en la rebotica, dándonos luego unas gominolas como obsequio para calmar nuestro llanto.
El taxi de Antón el Conde era como el coche fantástico, igual cabían seis que ocho, nunca dejaba a nadie en la carretera, siempre alegre, servicial al máximo, una buena persona que conjugaba como nadie el verbo «arrebexar» cuando se trataba de girar el volante.
No puedo olvidar en mi recorrido sentimental a doña Maruja la maestra, magistral en sus enseñanzas, de vocación inquebrantable, con una calidad humana especial; fuimos muchas las niñas que pasamos por su aula de Primaria. Gracias a su tesón, nunca olvidé que deber se escribe con b, porque, según su regla nemotécnica, «el que debe debe mucho, siempre para arriba, nenas». También nos inculcaba la importancia de saludar y respetar a las personas, enseñanza que sigo practicando.
Quién no recuerda a Falín el profesor, con sus famosísimos «carajitos». El café de Falín tenía un aire de salón del Oeste americano, suelos de madera, su estufa de leña y un viejo piano de teclas amarillentas, siempre dispuesto a sonar bajo las sabias manos de Falín, ¡cuántas noches de tertulia que se prolongaban sin horario de cierre! Aún resuena en mi mente la voz de mi padre, Chichi, que como un torrente poderosísimo de increíbles matices inundaba toda la calle acompañado por Falín al piano. Eran tiempos en los que en Salas se oía cantar.
Hay muchas otras personas que sin duda se merecen un recuerdo, pero todas no cabrían en estas líneas. Aún nos queda con vida Horacio el peluquero, con una simpatía sin límites y gran sentido del humor. Contaba mi padre que cuando iba a cortar el pelo, dada la escasez que tenía del mismo, le decía: «Horacio, tú a mí me deberías cobrar la mitad por el corte ya que te da muy poco trabajo, si fuera como a esos melenudos...», a lo que le respondió con sorna: «Chichi, todo tiene su explicación, eso es debido a la ley de la compensación». Incomparable Horacio.
Había un dicho muy popular, hoy en desuso, cuando los niños estábamos marcados por las cicatrices ocasionadas por nuestras travesuras y correrías, se nos decía: «Llevas más cardenales que las mulas de la tahona».
Salas forma parte de mis raíces más profundas, aunque muchas cosas hayan cambiado y los niños ya no tengan ni «cardenales».

María Covadonga Menéndez Pertierra
Alicante